Alfonso Fajardo nos invita a reflexionar sobre las transiciones que El Salvador ha padecido en los últimos años, transiciones que a veces son imperceptibles para los salvadoreños
El Salvador nunca ha sido un jardín de rosas. Hemos transitado por etnocidios, genocidios, una cruenta guerra civil y décadas de violencia social debido a las pandillas. A pesar de todo, podemos afirmar que hemos tenido nuestras pírricas victorias, una de ellas, quizá la más significativa, haya sido la firma de los Acuerdos de Paz, pues ese suceso, muy a pesar de ser el final de una obra sangrienta cuyo telón de fondo era la guerra fría, supuso no solamente un alto al derramamiento de sangre de la población, sino también la apertura legal a la pluralidad de ideas. Antes de los Acuerdos de Paz, pertenecer a una ideología que no fuera la conservadora tradicional permitida por los estamentos militares y los poderes fácticos, era castigado con la cárcel o con la desaparición. Por ello, minimizar los logros de los Acuerdos de Paz es regresar al pasado de la opresión y la represión. El Salvador, en los últimos cuatro años, ha retrocedido al menos unos cuarenta, y es que excluyendo el evidente logro de la seguridad (más allá de que es producto de una tregua malograda y de una manera inconstitucional de obtenerla) todo lo poco que se había logrado en décadas de democracia estable, se ha perdido. Los que ven el árbol y no el bosque, me dirán que el pasado está plagado de corrupción, y que si es ese el pasado añorado entonces para qué extrañarlo. Pero lo cierto es que ahora hay incluso más corrupción que en las administraciones anteriores, de hecho, se podría decir que esta administración no solo continuó activando los mecanismos dejados por los corruptos anteriores, sino incluso ha afinado la forma de desfalcar al Estado. Entonces, dejando por fuera, repito, el tema de la seguridad, lo cierto es que, desde el punto de vista de la institucionalidad, hemos retrocedido, el pueblo ha renunciado a la democracia por la seguridad, pero mientras tanto, en otras áreas de la vida social del país, estamos tocando fondo. Estamos cruzando un umbral del cual quizá ya no podamos volver, estamos transitando de una cultura de paz (con todos sus errores) a una cultura del odio donde ya no es tolerable la pluralidad de ideas. Así, por ejemplo, ahora ya no hay adversarios políticos sino enemigos; la disidencia ya no es un derecho sino una causal de destierro; la sociedad civil, a la luz del oficialismo, ahora es oposición y no voz del pueblo; y los partidos políticos, institutos que garantizan la pluralidad de ideas, ya no son vehículos de la democracia sino instituciones que deben desaparecer. Todo en función de dejar en pie un partido único y un gobierno que se pueda reelegir cuantas veces sea necesario para ellos. Hemos regresado al tiempo de los caudillismos autoritarios con todo lo que ello conlleva: el apoyo masivo de las mayorías, el silencio de las gremiales, la complicidad de la autocensura de los medios de comunicación, el apoyo incondicional de los militares y de la policía hacia una persona y no hacia la constitución o la República, la persecución política, la instrumentalización de las instituciones, la total eliminación del sistema de frenos y contrapesos, la judicialización de la disidencia y cualquier otra característica de los sistemas autoritarios. El odio se ha insertado en la mente del salvadoreño, el odio hacia lo diferente ha sido inoculado en la sangre del salvadoreño promedio, de manera tal que ese tránsito hacia el autoritarismo ha sido, para muchos imperceptible. Ahora que ya no hay adversarios políticos sino enemigos, que la persecución política de la disidencia se está volviendo el pan de cada día, y que la democracia ha muerto, podemos afirmar que la cultura del odio, por fin, ha vencido. Hemos transitado a pasos agigantados, a veces sigilosamente, hacia la normalización del pasado, hemos transitado de la cultura de la paz hacia la cultura del odio, y es que todo lo que no sea la versión oficial parece estar prohibido. La posguerra no se termina con un decreto, tampoco la memoria histórica. Pretender borrar nuestra historia reciente es despreciar la sangre derramada por miles de salvadoreños. Los Acuerdos de Paz, con todas sus imperfecciones y con su poca esencia de justicia transicional, sirvieron para que el salvadoreño pudiera elegir su futuro de un abanico o catálogo de ideologías distintas, un futuro que ya le ha sido robado al haber construido un sistema de partido único y al haber forzado, gracias a la cooptación de las instituciones, la reelección presidencial inmediata que muy probablemente, en unos años, se decrete como indefinida.
ALFONSO FAJARDO (20 de marzo de 1975). Miembro fundador del Taller Literario TALEGA en 1993, una de las agrupaciones literarias más importantes de la década de los noventa y principios del nuevo siglo. Tiene más de una docena de premios nacionales; además, tiene el título de Gran Maestre, rama Poesía (2000), otorgado por la extinta CONCULTURA, hoy Ministerio de Cultura, por haber obtenido tres primeros lugares nacionales en poesía. Además, tiene los premios internacionales: LXV Premio Hispanoamericano de Poesía, Juegos Florales de la ciudad de Quetzaltenango, Guatemala (2002); y Mención de Honor en el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, rama poesía (2005). Tiene publicados los libros Novísima antología (Mazatli, 1999); La danza de los días (Editorial Lis, 2001); Los fusibles fosforescentes (Editorial Cultura, Ministerio de Cultura y Deportes de Guatemala, 2002), Dirección de Publicaciones e Impresos, 2013); Negro (Laberinto Editorial, 2014); A cada quien su infierno (Índole Editores, 2016); Fui el delirio: antología poética 2001-2020 (Índole Editores, 2023). Fue seleccionador del libro Lunáticos, poetas noventeros de la posguerra que recoge a la generación de poetas jóvenes de los años noventa (Índole Editores, 2012). Por otra parte, aparece en varias antologías, tanto nacionales como internacionales, entre ellas: Alba de otro milenio, antología de poetas jóvenes de El Salvador, compilado por Ricardo Lindo (CONCULTURA, 2000); antología de los ganadores de los Juegos Florales de Quetzaltenango (Editorial Cultura, Guatemala, 2002); Memoria del Festival Internacional de Poesía de Medellín, 2003; Trilces trópicos, poesía emergente en Nicaragua y El Salvador (Editorial La Garúa, Barcelona, España, 2006); Cruce de poesía, Nicaragua-El Salvador (Editorial 400 Elefantes, Nicaragua, 2006); Segundo índice de la poesía salvadoreña (Vladimir Amaya, compilador, Índole Editores-Kalina, 2014); y en otras antologías latinoamericanas e hispanoamericanas, como Chamote, Argentina (2015); Revista Gramma, muestra de poesía latinoamericana contemporánea, Argentina (2015); Voces de América Latina (New York, 2017), y otras. Ha participado en varios festivales internacionales de poesía como el Festival Internacional de Poesía de Medellín, el Festival Internacional de Poesía de Granada y otros. Además, es columnista, abogado, con Maestría en Derecho de Empresa, y Árbitro en Derecho nombrado por la Cámara de Comercio e Industria.
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