Héctor Silva Ávalos comparte su visión de qué significa la paz salvadoreña en su memoria y qué debería de ser la paz en El Salvador de hoy, ‘nuestra paz‘
Fue luz la que llegó. Fue, primero, un atisbo huidizo, como el del amanecer cuando es tímido y parece no atreverse entre tanta oscuridad. En aquel San Salvador de los primeros 90, una ciudad cercada por la guerra, los pequeños destellos, que imagino como los faroles de aceite que apenas iluminan las calles empedradas en las novelas góticas, llevaban ya algún rato revelándose. Lo hacían en forma de pequeños espacios que se abrían. Un bar cultural por aquí. Un pequeño tablado teatral. Una librería. Y, con ellos, la posibilidad de que a un silencio, el de las armas, siguiera una explosión plena de luz, una mañana que no conocíamos aún, una en el que el miedo quedase, como todas las sombras, sofocado por la luz de un buen mediodía salvadoreño.
Tengo muchos recuerdos de las semanas, de los meses que precedieron al estallido de luz. El primero, el más duradero, es el de la noche previa. Para mí esa pesadilla se resume en la historia que más marcó mi vida de periodista, que es la historia de la masacre en la Universidad Centroamericana el 16 de noviembre de 1989.
Dos tenientes del ejército salvadoreño, enviados por el alto mando de la Fuerza Armada, mataron a ocho personas indefensas, seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres que trabajaban con ellas. A los asesinos los alimentó una orden y a quienes dieron la orden les alimentó una visión del mundo según la cual al enemigo, incluso al adversario difuso percibido como tal, había que aniquilarlo. Había coros, gritos, alimentando esos odios; se les oía en la Radio Nacional, se les leía en campos pagados de los periódicos o, más cerca, en las bocas de familiares en las salas de las casas salvadoreñas. Eran coros macabros, como los de ahora.
Llegué a aquellas aulas, las de la UCA, a sus pasillos, a su capilla, a su jardín de rosas, solo dos años después. Y empecé a leer lo que predicaron aquellos jesuitas; predicaban la paz. Fueron sus muertes, la historia nos enseñó eso, indispensables para que existiera paz en El Salvador. Una paz básica pero indispensable, una que partía de un axioma que durante años fue ineludible: al adversario no se le elimina, no se le mata, con el adversario se discute. Y, tras de eso, otra verdad que parecía imposible de botar: no se asesina desde el Estado, a nadie.
Nuestra paz, la luz tímida que apenas iluminaba las calles empedradas, se convirtió en destello fuerte. Nos dio civilidad y estableció una línea que estaba llamada a ser límite definitivo, la línea de una democracia que nos hiciese capaces de construir, de a poco, una república en la que el poder nunca, nunca sería de uno, porque, sabíamos o al menos intuíamos, cuando el poder es de uno las líneas se desdibujan y la tentación de aniquilar al otro termina convertida en política de Estado, en cárcel, en desdén por las reglas básicas de convivencia política.
Nuestra luz, nuestra paz, fue siempre imperfecta, titilante. Los vientos que la agobiaron fueron fuertes, y los peores arreciaban en forma de otras violencias, la de la corrupción, la de la miseria y la desesperanza a las que se les pusieron cara y tatuajes de pandilleros. Llegaron a ser tan fuertes las tempestades que, al final, olvidándose de aquella oscuridad previa, el país entero, o su gran mayoría (90 por ciento, 60 por ciento dependiendo a quién se le crea), volvió a pensar que entregarle su paz a uno solo, tan parecido a los que siempre la deseñaron, era una buena idea. El que llegó renegó de la paz y nos devolvió a la oscuridad en la que se mata en nombre de una idea, de un nombre, de un color. Nuestra paz fue indispensable al final del siglo pasado. La necesitamos de nuevo.
HÉCTOR SILVA ÁVALOS. Periodista salvadoreño. Fue editor en español e investigador senior de la Fundación InSight Crime. Estudió periodismo en la Universidad Centroamericana de San Salvador y en la Universidad de Barcelona. Trabajó como reportero y editor en La Prensa Gráfica de El Salvador durante 15 años. Fue diplomático en Washington y fellow en el Centro de Estudios Latinoamericanos de American University. En 2014 escribió Infiltrados: Crónica de la corrupción en la PNC de El Salvador (1993-2013) y fundó Revista Factum. Ha colaborado con varios medios centroamericanos, con El País de España y The New York Times, entre otros.
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