Tatiana Alemán nos comparte sus reflexiones a propósito de qué es «vivir en paz» en El Salvador
El 16 de enero de 2017, mientras el Gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén celebraba el 25 aniversario de la firma de los Acuerdos de Paz, mi mamá y yo estábamos frente al Juzgado de Paz de Ilopango, esperando el resultado de la audiencia inicial contra Daniel Alemán, mi hermano.
Daniel fue detenido ilegalmente el 10 de enero de 2017, en el Polideportivo de Altavista, Ilopango, frente a más de 30 personas; pero el acta policial decía que mi hermano fue capturado en un parqueo oscuro, supuestamente, luego de haber sido descubierto vendiendo marihuana. Los documentos policiales nunca dijeron que a mi hermano lo capturaron mientras jugaba fútbol; que los policías lo obligaron a tocar un paquete de marihuana cuando estaba esposado en una bartolina; que los policías le pusieron, en varias ocasiones, una bolsa de plástico en la cabeza, asfixiándolo por breves períodos de tiempo mientras lo interrogaban.
Volviendo a ese 16 de enero, tras una larga espera frente al juzgado, la respuesta fue un duro golpe: Daniel fue enviado al Centro preventivo y de cumplimiento de penas La Esperanza, popularmente conocido como «el penal de Mariona», lugar en el que estuvo detenido durante un año y cinco meses. Su captura arbitraria y proceso judicial ocurrieron durante las medidas extraordinarias de seguridad, aprobadas en abril de 2016 y prorrogadas en febrero de 2017 hasta abril de 2018. Estas medidas incluyeron prohibiciones en el ámbito penitenciario y represión policial en zonas empobrecidas y con presencia de pandillas como Altavista, la colonia que se extiende por San Martín, Ilopango y Tonacatepeque.
En febrero de 2017, Revista Factum publicó la nota periodística titulada «El joven que fue capturado una vez en dos lugares distintos», en ella reveló que en enero de 2017 «… la Policía reportó la captura de 230 personas por el delito de posesión y tenencia, entre ellas la de Daniel. La tendencia por este delito es al alza pues entre 2013 y 2016, las capturas han aumentado un 32.4 %, según las cifras brindadas por la Unidad de Acceso a la Información Pública de la PNC (…) Los registros de la División Antinarcóticos de la PNC indican que en promedio se detienen a 206 personas al mes por este ilícito, es decir, siete al día; y en el 97 % de los casos, los detenidos son hombres, hombres jóvenes. Como Daniel».
En la conmemoración de los Acuerdos de Paz de 2017 mi familia se desintegró. Ese día, llena de rabia y tristeza, me pregunté: ¿qué paz celebrábamos si mi mamá y yo teníamos el corazón hecho pedazos? Cómo se supone que debíamos vivir en paz sin mi hermano en casa, con escasez de dinero y alimentos, con abogado que pagar, con policías vigilando nuestra casa y amenazándonos a través de redes sociales. Por supuesto, esas preguntas no fueron respondidas en su momento e, incluso ahora, siguen suspendidas en el aire.
Tras la detención de mi hermano, lo más cercano a un alivio que encontré fue ser vulnerable ante miles de personas. Y justo fue esa vulnerabilidad la que me permitió conocer más casos de capturas arbitrarias a escala nacional, las cuales seguían el mismo patrón: jóvenes capturados en lugares distintos a los mencionados en las actas policiales, violación del derecho a la presunción de inocencia, escasez de pruebas acusatorias, el casi nulo acceso a una defensa y casos sostenidos con base a testimonios de policías. Y así como mamá y yo, miles de madres y hermanas llorando sobre la cama vacía del ausente y haciendo fila en las afueras de los centros penitenciarios.
El 14 de junio de 2018, un juez declaró inocente a mi hermano y le devolvió su libertad. Cualquiera hubiese pensado que ese día iniciaba un proceso de justicia y reparación, pero no fue así. Cinco meses después, mi hermano salió rumbo al exilio. Durante su breve «libertad» en El Salvador, no pudo salir de su refugio debido a la persecución policial, tampoco encontró un trabajo y no había oportunidad de retomar estudios. Desde noviembre de 2018 hasta la fecha no he podido abrazarle. Ya casi se cumplen cinco años de tener una familia transnacional. Daniel tuvo que pedir asilo para sentir un poco de paz, pero eso significó estar lejos de su familia.
En los casi cinco años de asilo/exilio, mi hermano ha andado de casa en casa, ha dormido en la calle y ha trabajado en lugares donde la paga es una burla y también es un castigo por ser pobre y migrante. Tras la cuenta que sacó un fiscal, mi hermano podrá volver a El Salvador cuando cumpla 48 años. Él tiene 29.
Aunque el exilio de mi hermano nos dio una relativa calma, el asedio continuó. En 2021, mi mamá y mis hermanas fueron acosadas por una precandidata a diputada del partido Nuevas Ideas y, de nuevo, la policía de Altavista. Debido a ese abuso de poder, mi madre y mis hermanas pasaron a formar parte de las cifras de desplazamiento forzado interno. Más tarde yo me sumaría a esa cifra por defender derechos de juventudes a través del colectivo Los siempre sospechosos de todo.
Por un momento pensamos que, por fin, habíamos encontrado un lugar para vivir con cierta calma y oportunidades para retomar todos los proyectos personales que quedaron suspendidos tras la detención de mi hermano. Pero el 27 de marzo de 2022, el Gobierno de Nayib Bukele aprobó el Régimen de excepción, una medida que convirtió a El Salvador en un estado policial: los policías tienen la potestad de vulnerar derechos fundamentales sin consecuencias para sus abusos de poder. Ante esto, las heridas aún abiertas nos obligaron a elegir el exilio.
El 25 de octubre de 2022 mis hermanas, mamá y yo llegamos a Estados Unidos como personas migrantes bajo el estatus de refugiadas y con un número de alien de nueve cifras. En este país, mis futuros empleadores y las autoridades me reconocen como 365-201-666. Los aliens vienen a Estados Unidos de países como El Salvador, con gastritis, ansiedad, depresión, con familias fragmentadas, con miedo, sin amigas, sin tribu, con ganas de vomitar y mucho dolor. Podríamos inundar las autopistas gringas con nuestro dolor y nuestras esperanzas, pero solo nos alcanza para inundar sótanos y apartamentos de una o dos habitaciones en edificios parecidos a los que hay en la colonia Zacamil de San Salvador.
Celebramos un nuevo aniversario de la firma de la paz tras una Mano dura, Mano súper dura, Medidas extraordinarias de seguridad y un Régimen de excepción. Una sucesión de hechos en donde la paz sigue siendo la excepción y la represión policial y militar es la norma, lo cotidiano. Honestamente, dudo que la paz sea un estado permanente de las cosas porque, desde mi historia familiar, el dolor ha sido una constante. Sin embargo, cada 16 de enero conmemoro las vidas de las personas que lucharon durante el conflicto armado para que, años después, yo tomara las calles de San Salvador para denunciar la captura arbitraria de mi hermano.
¿Cuántas personas detenidas, muertas, desplazadas, exiliadas, refugiadas, asiladas, desaparecidas, nos faltan para afirmar la existencia de la paz en El Salvador?
Soy Tatiana Alemán y nací el 18 de marzo de 1990. Actualmente tengo 33 años de edad y no vivo en El Salvador desde hace un año, pero esto es temporal, el regreso siempre está a la vuelta de la esquina, digo yo. Escribo desde los ocho años de edad. Platero y yo fue el primer texto que me alborotó hasta las entrañas y, desde entonces, escribo, escribo, elimino documentos y vuelvo a escribir para ver si por fin me sale otro libro. En 2011, la Universidad Dr. José Matías Delgado, mi alma máter, publicó mi ensayo «Ciencia y tecnología: ¿Deshumanización de la sociedad?». Ese libro, digamos, fue producto de cinco años como estudiante de la extinta Escuela de Jóvenes Talentos en Letras, mi semillero. He participado en diversos concursos de cuento y poesía, pero si me preguntan qué escribo, aún no estoy segura de la respuesta, porque la literatura es transgénero. Leo, aprendo y desaprendo según los territorios de sentipensares que habito en cada ciclo de mi vida.
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